«Escribir es un oficio que se aprende escribiendo» Simone de Beauvoir

Encendí el auto y trate de esquivar todo el tráfico vehicular rumbo a la peluquería, no me gusta llegar atrasado a nada, mucho menos al peluquero que cada día es mas difícil de encontrar alguna hora disponible que me acomodé

Llegue y estaba fumándose un cigarro afuera, apuró a terminar su cigarro a mis 36,no me iba a enojar por que alguien disfrute su cigarro al contrario, me dedique a acomodarme en el sillón, -cada día los hacen más cómodos-pensé  «¡Cómo andan las cosas!», exclamó  Pedro, tijeras en mano, mientras la radio de fondo vibraba con las últimas noticias de la Moneda y el murmullo expectante sobre la selección chilena.

Sonreí. Cada visita era un rito. Un ritual de sonido afilado, aroma a loción capilar, ver los pelos en el piso y la incesante conversación de  Pedro que se escurría por sus oídos sin que realmente la procesara. Su atención estaba en el espejo. Ese pedazo de cristal que, con cada corte de tijera, le revelaba un nuevo hilo plateado en su cabellera oscura.

Al principio, la aparición de las canas había sido una sorpresa, casi un pequeño susto. Una alarma silenciosa del tiempo que pasaba. Pero con los años, esa alarma se había transformado en una melodía serena. Ahora, veía cada cana no como un signo de vejez, sino como una marca. Un mapa silencioso de las risas compartidas, de las noches en vela, de los desafíos superados. Ese hilo blanco que nacía cerca de la sien era de cuando me atreví a cambiar de trabajo. El que asomaba en la nuca, de aquella vez que seria padre.

«¡Y dicen que el medio campo no está funcionando, Amigo! ¡Necesitamos más garra!», me comentaba Pedro, ajeno a lo que estaba viendo y pasaba por la mente de su cliente. Cerré los ojos y los abri nuevamente, mi  mirada fija en su reflejo. Las canas ya no eran intrusas; sino que vi por un momento que cada paso de su maquina moldeando el degradado convertía toda mi cabellera en canas, me vi por 5 minutos con mi cabeza completamente blanca, cerré nuevamente mis ojos y pensé.

 Eran el testimonio visible de cada historia vivida, cada decisión tomada, cada lección aprendida. Eran su propia partida de nacimiento capilar, la prueba irrefutable de que estaba viviendo plenamente, madurando, aceptando cada arruga y cada hilo plateado como parte de un yo más completo.

Al final del corte, cuando  Pedro retiró la capa y termino de cepillar los restos de mi cuello y frente me  puse de pie. mi  cabello estaba más corto, sí, pero mi alma, pensé, estaba un poco más larga. me mire una última vez en el espejo, las canas brillando discretamente. Eran trofeos del tiempo vivido, y él, a sus 36, las recibía con una sonrisa tranquila y la certeza de que estaba listo para lo que viniera, con o sin garra en el medio campo.

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